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DIARIO PÁGINA 12


EL VIEJO, LA HISTORIA Y LA HISTORIETA
Por Luis Bruschtein

El próximo 24 de septiembre –y hasta el 13 de octubre–, la gran muestra Héroes colectivos en el Palais de Glace rendirá tributo a la vida, la obra y la ética de H.G. Oesterheld, autor de Sargento Kirk, El Eternauta, La guerra de los Antartes y otras ficciones que consagraron definitivamente a la historieta como una de las Bellas Artes Proféticas argentinas. Curada por su nieto Martín, la exposición incluye materiales en video, gigantografías, fotos personales y un recorrido exhaustivo del trabajo de Oesterheld, desaparecido por la dictadura militar en abril de 1977, cuando tenía 58 años. Radar evoca al Hombre que Amaba la Aventura en el testimonio de cinco escritores que aprendieron a amarla a la luz de su talento.
El Viejo en una reunión conspirativa de muchachos en los ‘70 parecía salido de una historieta. En realidad, más que parecer, hacía historietas. En las historietas de Oesterheld, el que cuenta es casi como el que lee. Más en el caso de Ernie Pike. En otras, el que cuenta es el propio protagonista, como Juan Salvo cuando vuelve del futuro. En esas reuniones del Bloque Peronista de Prensa, la agrupación de la Juventud Trabajadora Peronista en el gremio de prensa, el Viejo que escribía historietas hacía que los demás nos sintiéramos en una historieta. En el grupo, donde estaban Mempo Giardinelli, Lía Levit, Ana Villa y otros compañeros, los demás discutían como jóvenes que se sentían protagonistas de una historia única, heroica, irrepetible, y el Viejo intervenía o escuchaba con una sonrisa cálida y asentía mientras fumaba su pipa.Nosotros vivíamos una historia grandilocuente; él simplemente vivía. Tenía la ventaja de la edad, que nunca quisimos preguntarle para demostrar que no le dábamos importancia, pero que fue motivo de más de una especulación. Esa actitud suya, tan pancha, nos hacía sentir exagerados, por eso lo de la historieta. Lo recuerdo porque en las tiras de Oesterheld, el escritor, el protagonista y el lector arman un revoltijo, se mezclan, intercambian códigos, se identifican, están todos muy cerca. Y en esas reuniones a veces teníamos la sensación de que estábamos en una historieta.Pero esa forma serena y discreta no lo hacía distante ni superado: era uno más, un joven con unos cuantos años más que el resto. En los plenarios era de los primeros en llegar, y participaba activamente en las manifestaciones con los demás trabajadores del gremio. En eso era más formal y más serio que los demás.En esa época estaba escribiendo La guerra de los Antartes para la contratapa del diario Noticias. Era una trama de ciencia ficción sobre una invasión de extraterrestres que querían quedarse con Latinoamérica. Obviamente, el resto del mundo acataba la exigencia y los latinoamericanos quedábamos a merced de estos imperialistas extraplanetarios, por lo cual comenzaba la resistencia. La tira, de cinco o seis cuadros por día, era una metáfora sobre el proceso político argentino. Era divertido, porque mucho de lo que discutíamos en esas reuniones aparecía después camuflado en la lucha contra los Antartes. Nunca faltaba el que antes, durante o después le preguntaba cómo iba a terminar el capítulo. Y él contestaba que no podía decirlo, porque por disciplina siempre se olvidaba de los capítulos anteriores. Y para ese entonces estaba escribiendo dos o tres capítulos más adelante.Yo siempre había sido lector de historietas, así que le tenía un respeto muy grande y, al igual que él, había abandonado la carrera de Ciencias Naturales. No éramos tan amigos –no nos veíamos tan seguido–, pero un día se llevó mi viejo microscopio de bronce para arreglarlo. Y recuerdo que había organizado un curso de guión para los compañeros. En alguna charla informal, fuera de las disquisiciones políticas o ideológicas más orgánicas, el Viejo explicó que su participación en la militancia se debía a su admiración por lo que estaba haciendo la juventud, esa generación de la que formaban parte sus hijas. No idealizaba a los Montoneros ni tampoco a Perón, como hacían muchos jóvenes, pero lo fascinaba la entrega absoluta a un ideal de justicia y libertad que campeaba en esa juventud. Algo de él estaba en sus personajes, y algo de sus personajes estaba en muchos de los compañeros de esa generación.

Página 12, 15 de Septiembre de 2002


QUEREMOS TANTO A OESTERHELD
Por José Pablo Feinmann

Empecemos tal como tradicionalmente empiezan las biografías. Dicen, siempre, la fecha en que el biografiado nació y la fecha en que murió. Un comienzo incorrecto para nuestro intento, ya que estas líneas no pretenden ser una biografía sino —para decirlo con sinceridad— la confesión de un amor individual y generacional por un hombre que hizo más hermosas y complejas y tal vez deslumbrantes nuestras vidas. Empecemos incorrectamente, al modo de las biografías, y digamos: Héctor Germán Oesterheld nació en 1919 y murió en 1977. La incorrección del comienzo ya está revelada: no sabemos cuándo ni cómo murió Oesterheld. Creemos que fue en 1977. Creemos que fue detenido el 21 de abril de 1977 por un comando militar en la ciudad de La Plata, en una cita envenenada: una cita a la que debía ir “otro”, pero fue él. Como sea, nada de esto se sabe muy claramente. Los días finales de Oesterheld son inciertos. Como la fecha de su muerte. No sabemos la fecha en que los desaparecidos de este país fueron asesinados. Y Oesterheld es uno de ellos. Hay una gigantesca y trágica paradoja en la desaparición de Oesterheld. Fue el hombre que narró las más brillantes, inteligentes historietas a una generación que fue condenada al martirio y a la desaparición de los cuerpos. Y él (a quien, todos, le decían el “viejo”) sufrió en carne propia (y aquí la expresión “carne propia” no es metafórica, no se limita a decir “le ocurrió a él” sino que dice: “le ocurrió a él en su propia carne, en su cuerpo y en la pérdida de su cuerpo”) el destino de los jóvenes a quienes había deslumbrado desde niños.Durante la década del 50, Oesterheld trabaja en la editorial Abril. Luego de escribir algunas historias para niños empieza a colaborar en la revista Misterix. En verdad, es él quien le da un rostro a la revista, quien la funda conceptual y artísticamente. Hay, aquí, dos historietas que permanecerán para siempre: Sargento Kirk y Bull Rockett. Una es de cowboys, la otra de ciencia ficción. Tienen un paralelismo insoslayable: no existe un solo héroe sino varios. De aquí surgirá la frase más recordada de Oesterheld: “No creo en el héroe solitario sino en el héroe en grupo”. Creo que Sargento Kirk es superior a Bull Rockett. Creo que a todos los que éramos pibes en los 50 Kirk nos reventó la cabeza. Los héroes tenían debilidades, arrugas, barba y lealtades tenaces. Las historias eran ásperas, no tenían necesariamente finales felices, a veces morían los buenos, ganaban los malos, siempre uno entendía que la vida era azarosa, que nada está asegurado. Ni siquiera el triunfo de los mejores.Sargento Kirk conjura el genio de Oesterheld con el de quien, aquí, por qué no, vamos a definir como el mejor dibujante de historietas de todos los tiempos: Hugo Pratt. Pratt dibujaba indios nobles, hermosos en sus atavíos extravagantes, cowboys con el rostro trabajado por el polvo del desierto, con arrugas al costado de los ojos, con pómulos rocallosos, cowboys que mostraban los dientes como si le gruñeran a la adversidad o al destino, cowboys de barba crecida, que cargaban unos rifles que hacían un insólito sonido cuando disparaban. Los balazos de Pratt no hacían ¡Bang!; hacían ¡Crack! Ese ¡Crack! expresaba la sequedad del disparo, su minimalismo mortal. Oesterheld abandona Misterix y solo, por su cuenta, como empresario independiente, crea la Editorial Frontera. Saca dos revistas: Frontera y Hora Cero. Aparece, entonces, la que será su obra maestra: El Eternauta. Una nevada mortal cae sobre Buenos Aires y empieza a aniquilar a todos sus habitantes. Oesterheld arma su relato siguiendo la odisea de Juan Salvo y sus amigos. Valientes, generosos, compañeros, luchan contra el agresor extraterrestre. Pero en un par de años la editorial de Oesterheld quiebra, en gran parte por el carácter romántico y poco comercial de su creador. Oesterheld se enfrenta con sus dibujantes, tienen diferentes puntos de vista. Se siente deprimido y busca una alternativa fuerte. Viaja a Europa con sus mejores materiales para venderlos, para ofrecerlos obstinadamente y poder remontar su crisis económica. La crisis, no obstante, no es sólo económica: Oesterheld se aleja siete meses de su Ranch del Cañadón Perdido, de la casa de Béccar, ahí, donde vive con Elsa, su mujer, y con sus cuatro hijas, donde todo había sido maravilloso. Los vientos de la adversidad comienzan a soplar.Héctor realiza una nueva versión de El Eternauta para la revista Gente. Con dibujos de Alberto Breccia, la versión gira hacia la izquierda y su visión negra y contestataria incomoda a los editores, quienes deciden suspenderla. Aquí, Oesterheld se transforma en un hombre que se compromete día a día con los sucesos de su país. El golpe de Onganía despierta su abominación por los militares. El Cordobazo lo acerca a lo social. Y la lucha de la izquierda peronista lo cobija en sus complejos pliegues. En 1974 ya es un cuadro de la organización Montoneros. Esta es su etapa más desconocida, y la que más ardua y escasamente ha sido incorporada a su biografía. Oesterheld ha sido mayoritariamente interpretado como un gran historietista de los años 50 y 60, no como un militante revolucionario. Se le otorgará definitiva densidad si se lo reintegra a sus sueños, equivocados o no. Pero ése fue, también, Héctor Oesterheld: el militante que publicó en Noticias su historieta más claramente política: La guerra de los Antartes. Las similitudes con El Eternauta son muchas, pero hay una novedad decisiva: el agresor ya no es extraterrestre. Es, sin más, simple y contundentemente, el imperialismo.Como dijimos, casi nada se sabe de sus últimos meses. Estuvo detenido junto a Roberto Carri, que había escrito un libro notable —Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de violencia—, que era, como él, un cuadro de Montoneros y que, también como él, desapareció.Acaso la nostalgia, su compromiso político y su destino trágico agranden su figura, y acaso por eso lo valoremos, lo queramos tanto. Sin embargo, más allá de todo eso, hay algo indudable: fue un maestro del arte popular. Un escritor único. Excepcional, por decirlo claro.

Página 12, 15 de Septiembre de 2002


NIEVE, INVASIÓN Y DERROTA
Por Rodrigo Fresán

Leí por primera vez El Eternauta muy lejos del Buenos Aires donde transcurre. Lo leí a mediados de los '70 en Caracas, a donde mis padres habían llegado huyendo de una nueva invasión de los mismos Ellos de siempre, de una nueva camada cascaruda de esos aliens que nuestro país genera de tanto en tanto.
Para entonces yo ya había descubierto a Héctor Germán Oesterheld -como todos los de mi generación- gracias a los nuevos héroes y viejos camaradas que el guionista creó y recreó en las publicaciones de la Editorial Record. Fue en esas páginas donde me encontré con el Loco Sexton, con los bosques de Ticonderoga, con aquellos tanquistas evocados por la memoria de Ernie Pike, con la gota de sangre de Sherlock Time, con los Ojos de Plomo de Mort Cinder y con la bala del Sgt. Kirk que por fin acabó con Corazón Surton.
Pero El Eternauta era -de golpe- algo muy diferente.
La saga de Oesterheld transcurría en la ciudad donde yo había vivido y donde yo ya no vivía. Y, de acuerdo, la acción transcurría antes de mi nacimiento, pero yo no pude evitar leerla como si se tratara del mensaje cifrado de mi mejor amigo contándome el estado de las cosas: El Eternauta me alcanzaba desde el pasado para marcar mi presente y, seguro, influenciar mi futuro.
El Eternauta partía de la realización de una antigua fantasía europeísta (el sueño realizado de que, por fin, nevara en Buenos Aires) para desembocar en la pesadilla nacional del matadero, del lavado de cerebro y del todos contra todos. En principio inspirado por la novelita Starship Troopers (1959) escrita por el fascistoide Robert A. Heinlein y posteriormente filmada con sarcasmo y malicia por Paul Verhoeven -libro y película donde una raza de "bugs" destruye Buenos Aires y es rechazada por una heroica tropilla de cadetes espaciales argentinos y derechos y humanos-, Oesterheld arrancaba de ese lugar común de space-opera para acabar llevando la premisa mucho más lejos y, de paso, reinventar el género.
Ahora que vuelvo a leerlo -otra vez, lejos de Buenos Aires, en Barcelona, ciudad en la que de vez en cuando nieva- descubro que El Eternauta es menos ciencia-ficción de lo que recordaba y más histórica y casi documental de lo que jamás podría haber imaginado. En El Eternauta la amenaza extraterrestre es nada más que el disparador para mostramos cómo reaccionan los humanos bajo la presión ininterrumpida de una situación límite. O, mejor todavía: la manera en que los argentinos -con, ese trazo casi ingenuo de los dibujos de Solano López- pueden o podrían llegar a funcionar cuando todo les es hostil. Visto así, El Eternauta es realista en sus intenciones (aunque tal vez un tanto irreal en su inclaudicable fe en el Ser Nacional), didáctico como manual de primeros y últimos auxilios, pero tristemente optimista e irreal a la hora de retratamos. No somos así de valientes ni así de épicos. Nunca lo fuimos y probablemente jamás lo seremos.
Pero por encima de todo El Eternauta es Aventura con mayúsculas.
Así que nada diré aquí de las reinterpretaciones políticas de esta cumbre de la historieta. Tampoco me referiré a sus posteriores versiones y secuelas para mí fallidas. Me limitaré a afirmar que nunca he podido olvidar la muerte de Polsky, en la calle, bajo los copos blancos y grandes y mortales. Sí, creo que El Eternauta es el culpable directo de mi obsesión con la nieve; y posteriores nevadas igual de trascendentes -la nieve en ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, la nieve en El joven manos de tijera de Tim Burton- no son para mí más que el eco lógico de esa primera nevada a la que se asoman Juan Salvo y los suyos desde la ventana de un chalet en los suburbios.
Creo también que El Eternauta, igual que la salingeriana y doméstica Mafa/da, es -más allá de lo que digan o dejen de decir los cánones, la academia, y los criticantes- una de las más grandes novelas argentinas jamás escritas. Y dibujadas.
Lo tiene todo. Nieve, largo aliento, personajes entrañables, momentos, perfectos como el combate en River Plate o la epifánica muerte de El Mano admirando una cafetera, suspenso constante y lo más importante y lo que convierte a El Eternauta en algo definitiva e inequívocamente nuestro: al final, los buenos pierden.

Página 12, 15 de Septiembre de 2002


LO MEJOR DE NOSOTROS
Por Guillermo Saccomanno

En su conferencia sobre el escritor argentino y la tradición, Borges propone, para sortear cualquier tentación chauvinista, que en este país es posible ser "buenos o tolerables escritores", pero hay que asumir que escribimos con la biblioteca de todo Occidente y, también, que ser argentino es una fatalidad. Oesterheld, tal vez con no menos intuición que conciencia, enfrentó con claridad ese problema que le planteaba su oficio. Y lo asumió con una entera y totalizadora voluntad narrativa, desde el desprejuicio, al emplear un género marginado, tan maldito para los intelectuales como lo era el peronismo. La percepción ética de su trabajo era también rigurosamente política: Oesterheld sabía que los lectores -lectores de kiosco- que seguían sus historias con seguridad no tenían acceso a otra clase de literatura. Oesterheld jamás rebajaba su narrativa a la demagogia. Nivelar hacia arriba, pensaba. Sin incurrir en el populismo, Oesterheld no retaceaba la calidad en las historias, la forma, el contenido. Hay un mismo rigor poético en la concepción de todos y cada uno de sus argumentos.
Como escribimos alguna vez con Carlos Trillo, Oesterheld encarnó la figura mítica del narrador. Desde la sombra de una redacción, apelando no pocas veces al seudónimo -casi un paradigma de clandestinidad-, daba cuerpo a sus personajes y lograba que sus aventuras, aun cuando pudieran suceder en paisajes exóticos, en las que amenazaba inexorable la derrota, tuvieran una poderosa reminiscencia local. Oesterheld no se limitaba a humanizar la aventura en el plano de las tramas. Y en el lenguaje, al emplear la voz de los segundones, perseguía una solidaridad nada habitual: en el género. El héroe, afirmaba Oesterheld, era siempre colectivo. Así, desde la escritura de historietas, Oesterheld establecía una comunicación profunda con masas inabarcables de lectores. En esta neutralización del narcisismo autoral, Oesterheld cumplía con un apotegma flaubeniano: importaba el cuento, no su autor. Al ser de todos, sus historias, entonces, no eran de nadie.
Oesterheld escribía un western, las aventuras de un sargento desertor del ejército norteamericano, y ese sargento, llamado Kirk, era una versión del Martin Fierro. Cuando encaraba el realismo fantástico, como en el Mort Cinder, la construcción de las pirámides presentaba, en el subtexto de la aventura, la explotación de los esclavos como en ese poema de Brecht. Más acá, cuando su ciencia ficción transcurría en Buenos Aires, en sus paisajes, siempre identificables, solían verse "pintadas" en las fachadas barriales, señas particulares, marcas ideológicas que anclaban la aventura porteñizándola. En este punto, de nuevo, Borges: una Buenos Aires tan extraña como reconocible. Porque Borges funciona como contraplano de Oesterheld: todos los juegos presuntamente eruditos que Borges empezó a despuntar en Critica, divirtiéndose, y que supo practicar con los clásicos de la aventura (Melville, Conrad, Stevenson, entre otros), Oesterheld también supo traducirlos.
Pero su narrativa, al secuenciarse en cuadros (muchos de ellos verdaderos hallazgos plásticos), no tuvo en tiempos de su producción la repercusión "crítica" que merecía. En este aspecto, Oesterheld es un modelo de narrador "homérico". Su patrimonio literario es el universo. Ensaya todos los temas. No se concreta a lo argentino para ser argentino. Y encima lo demuestra con una coherencia profunda en la conjunción de obra y destino.
Cabe acotarlo, y no es chicana sino dato cieno: Oesterheld, a diferencia de Borges, no se fotografió sonriente con el almirante Rojas, el célebre criminal del 55. Su biografía concluye de modo tan literario como trágico, como replicando una historia que él, Oesterheld, pudo haber imaginado. Acompañando a sus tres hijas, había asumido en los 70 un compromiso político. Sus tres hijas fueron asesinadas durante la última dictadura militar. Y Oesterheld fue "desaparecido". Mientras tanto, Borges festejaba genocidas: almorzaba con Videla y saludaba a Pinochet. Quienes compartieron con Oesterheld esta suerte de espanto han contado que, en el cautiverio, escribía guiones que nunca iba a publicar.
Sobre El Eternauta, hoy -con justicia- texto de lectura imprescindible en muchos colegios, no voy a hablar. Lo más lúcido al respecto lo ha escrito Sasturain, situándolo, como clásico de nuestra literatura, en el rango epopéyico que merece: El Eternauta es el Martín Fierro de un tiempo cercano, cuya memoria no cicatriza. A Oesterheld, sin duda, le hubiera emocionado leer estas reflexiones, teorías presuntamente literarias que nosotros, sus pibes lectores del pasado, sus comentadores del presente, le brindamos a menudo como reivindicación. Valorarlo no es únicamente hacerle justicia tardía a un creador que supo dar protagonismo a los estilemas de una cultura tabicada, transformando un género menor (menor por popular) en un objeto de culto "prestigiante".
Reivindicación, dije hace unas líneas. Pero la reivindicación no lo involucra sólo a Oesterheld. También nos reivindica a nosotros: nos vuelve mejores. Nos hace sentir, por un instante, que a veces, cuando volvemos a leerlo, estamos a la altura de los sueños y las esperanzas que teníamos cuando lo leíamos de pibes. Cuando reivindicamos a Oesterheld -esto es lo que quiero decir- no reivindicamos sólo nuestra historia; también un modo de leer la vida, la literatura y la historia nacional.

Página 12, 15 de Septiembre de 2002


EL AVENTURADOR
Por Juan Sasturain

En los sueños comienzan las responsabilidades
Yeats
Héctor Oesterheld fue un notable contador de aventuras y, por sobre todas las cosas, un hombre bueno y sensible. En ese orden o en otro: un hombre bueno que manifestaba su sensibilidad contando aventuras, si se quiere. Un hombre sensible que contaba aventuras que no necesariamente "terminaban bien", pero que dejaban en claro que había razones suficientes para sentirse cerca de sus personajes buenos. Es decir: sus buenos no necesariamente ganaban. Otra manera más precisa de decirlo: Oesterheld
era un hombre ético que además escribía. La vida no era para él una cuenta de resultados ni una carrera para llegar antes o ser el mejor. No buscó ni la riqueza ni el poder. Quiso ser coherente, escribir y vivir de acuerdo y sin contradicción con lo que creía. Eso es muy valioso y cuesta caro. Y se gana respeto y admiración y memoria como ésta, pero se paga, como en su caso, con la muerte violenta. Este hombre digno, bueno y coherente, que fue el mejor escritor de aventuras que dio este país, además de un ejemplo para muchos de nosotros, murió asesinado como un perro.
Cuando Oesterheld escribía -desde los primeros cuentitos infantiles en La Prensa o la colección "Bolsillitos" hasta sus historietas militantes putas de los últimos meses de la clandestinidad- no imaginaba ni inventaba ni conjeturaba: aventuraba. Toda su vida fueron formas de aventurar. Aventurar es imaginar, suponer, proponer con riesgo: poner la convicción y el cuerpo detrás de la imaginación, de la invención. Es decir, hacerse cargo de lo que se crea (y se cree). Oesterheld fue un aventurador. Uno que concibió la vida como una aventura y la vivió hasta las últimas consecuencias.
Vale la pena recordar que para Oesterheld y sus lectores deslumbrados y en muchos casos consecuentes -los que teníamos doce años, por ejemplo, cuando vimos a Juan Salvo golpearse el pecho como Tarzán bajo la nevada en la puerta de su casa-, la aventura no es el pelotudeo, irresponsable o no, de vivir peligrosa o gratuitamente fuera de reglas o fronteras conocidas, metiéndose en líos o cambiando de trenes, de minas, de camas o de causas, sino otra cosa un poco más sutil: tener una aventura es encontrarse en una coyuntura en la que está comprometido el sentido último de la vida pesonal, y reconocerlo. Es decir: no es algo que simplemente le pasa a alguien, sino algo que alguien elige que le pase.
El disparador es lo que se llama una situación límite, en la que el hombre, puesto a decidir, opta o puede optar entre la verdad, el sentido, o la burocrática alternativa de quedarse en el molde. Y ése es el héroe de Oesterheld. El héroe no existe antes de que las cosas sucedan, no tiene un físico ni una aptitud ni una cualidad particular: es un hombre común al que las circunstancias ponen a prueba y, en su reacción, se revela para los demás, y sobre todo para sí mismo, como un héroe. Es el que está a la altura del desafío -miedo incluido, derrota incluida- y sigue ahí, se hace cargo de lo que cree, de lo que sueña, de sus convicciones y -sobre todo, y como disparador- de sus sentimientos.
En Oesterheld, el punto de partida es siempre la cotidianidad: la vida común, el hombre o el muchacho comunes, los afectos, la casa, el trabajo, el oficio, el barrio, la familia, los amigos, la diversión; también la rutina. De ahí sale el tipo, salgo yo, sale él. Y le pasa algo, se encuentra con algo o con alguien y todo se le revela, se le da vuelta la vida, que se convierte en otra cosa. El doctor Forbes, Cirilo Zonda, Caleb Lee, Rolo Montes, Bob Gordon, el jubilado Luna, Ezra Winston, Juan Salvo y sus compañeros de truco antes, y el guionista que escribe en la noche, después... El mismo Ernie Pike. Al asumir la realidad nueva, todos se transforman. En eso consiste la aventura. A veces se encuentran con una circunstancia extrema -la guerra, la Invasión-, con un hombre excepcional (moralmente ejemplar, de una pieza) como Kirk, Rockett o Ticonderoga, o simplemente con alguien poseedor de una sabiduría especial, fruto de experiencias más allá de lo humano convencional, como Sherlock Time, Mort Cinder o El Eternauta de la Segunda Parte. Ese contacto es el hecho clave.
La parábola de Oesterheld -de persona a personaje y de nuevo a persona, indisolublemente ligados- está mostrada de un modo ejemplar en la evolución del guionista receptor de la historia en El Eternauta original (y en sus avatares posteriores). Porque si bien Juan Salvo, que pasa de simple padre de familia a combatiente heroico contra la Invasión, es el típico héroe oesterheldiano surgido de las circunstancias, no cabe duda de que en este caso el receptor del relato -como le sucedía a Ernie Pike- también se modifica. El guionista narrador deberá contar lo que le contaron como única manera de tratar de evitarlo... Lo notable es que en El Eternauta II Germán ya no es el guionista receptor sino el coprotagonista: "se metió en la historieta" y ya no lo vienen a buscar para
que cuente sino para que pelee... Paradójica, penosa o maravillosamente, en el último episodio de El Eternauta -que se realizó sin la participación de Oesterheld, ya desaparecido por la Dictadura- aparece y "actúa" Germán, devenido personaje independiente, aunque ya el autor que figuraba en la tapa no esté más... El aventurador había pasado de la historia cotidiana a la historieta y de ésta a la Historia a secas.
Unos cuentan para vivir y él lo hizo -y tan bien- durante muchos años; otros viven sólo para contarlo o cuentan, después, lo que no supieron vivir. Alguien tiene que vivir para contar lo que otros hicieron. En su caso, ejemplar, Oesterheld murió para que contemos cómo vivió hasta sus últimas consecuencias lo que contaba.

Página 12, 15 de Septiembre de 2002


UNA CHARLA SOBRE HECTOR OESTERHELD
“REIVINDICARLO ES TAMBIÉN REIVINDICAR NUESTRA HISTORIA”

Por Angel Berlanga

En una charla ante el repleto auditorio de la Biblioteca Nacional, Guillermo Saccomanno analizó al autor de El Eternauta.
“Los interrogantes que planteó Oesterheld se prolongan a través del tiempo”, dijo Saccomanno.
“A Oesterheld le hubiera gustado escuchar justo acá, en la Biblioteca Nacional, estas reflexiones que nosotros, sus pibes lectores del pasado, sus comentadores del presente, le brindamos como reivindicación.”
Guillermo Saccomanno anda cerca de cumplir los sesenta y ya es abuelo, pero en ese tramo de la conferencia que dio el martes sobre el estoico autor de El Eternauta pareció rejuvenecer unos añitos, y eso que aparenta menos edad de la que tiene. “Intensidad”: ésa es la palabra que a su lado utilizó el poeta y crítico Guillermo Saavedra, moderador del encuentro, para referirse al texto sobre la obra y la vida y la muerte de Héctor Germán Oesterheld, guionista de historietas, secuestrado y asesinado junto a sus cuatro hijas por la última dictadura militar. “Un creador que supo traer a primer plano los estilemas de una cultura tabicada, transformando un género ‘menor’, por popular, en un objeto de culto, ‘prestigiante’”, destacó Saccomanno.
La intensidad a la que refería Saavedra deviene de lo que implicó su abordaje en general de los años ’70 en la Argentina, pero también, y en particular, del papel jugado por Oesterheld como artista y como militante, y de la contundencia de algunas definiciones de Saccomanno. “A veces, en su lectura, por un instante nos hace sentir que estamos a la altura de nuestros sueños y esperanzas de cuando lo leíamos de pibes”, dijo el autor de El buen dolor y Bajo bandera. “Cuando reivindicamos a Oesterheld reivindicamos nuestra historia personal y también un modo de leer la vida, la literatura y la historia nacional.” ¿Un poco más de contundencia? “Si el Martín Fierro, un poema criollo y popular, pudo plantarse como la gran novela fundante de nuestra literatura, por qué no tirar de la cuerda y afirmar lo mismo de esta historieta que se llamó El Eternauta”, postuló.
Oesterheld, un escritor de aventuras. Así tituló Saccomanno a su conferencia, la séptima del ciclo “La literatura argentina por escritores argentinos”, que coordina Sylvia Iparraguirre y se realiza cada dos martes en la Biblioteca Nacional. En primera fila estaba Elsa Sánchez, viuda del guionista; en segunda, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto; dispersos entre la concurrencia, los narradores Antonio Dal Masetto, Eduardo Belgrano Rawson y Ernesto Mallo. En un vértice de la sala, Miguel Rep oyó cómo formaba parte del texto: él fue quien descubrió treinta años atrás, marcadas sobre la alfombra de la redacción de la Editorial Record, unas huellas de barro dejadas por Oesterheld antes de que lo secuestraran. “Esas pisadas –contó Saccomanno– venían a sugerirnos que el Viejo andaba en algo. Misterioso, se lo veía en el último tiempo. Quienes llegaban temprano algunas veces lo encontraron dormido sobre un escritorio, señal de que había pasado la noche en la editorial; no era sólo que no tenía donde dormir. Andaba escapando. Y ahora, con su ausencia, esas pisadas venían a confirmarnos un presentimiento negro. Más tarde lo supimos: se lo habían chupado.”
El recorrido que trazó Saccomanno reunió el análisis de los personajes más importantes creados por Oesterheld –Mort Cinder, Ernie Pike, Sherlock Time, Sargento Kirk–, su concepción del oficio y su conciencia en cuanto a la llegada al lector, el rescate de tramos de entrevistas hechas en los ’70 a él y al dibujante Alberto Breccia, las líneas argumentales centrales de El Eternauta y el carácter premonitorio de la tira, el interés y/o la admiración por su obra de autores como Feinmann, Sasturain, Fresán, De Santis, Soriano o Briante. “Los analistas de fenómenos de cultura popular lo citan fervorosamente, los adultos recuerdan con añoranza aquella dorada época de Misterix y Hora Cero, los más jóvenes lo descubren siempre nuevo y fresco en sus guiones”, dijo Saccomanno. Algo más adelante, al referirse a sus trabajos para Noticias y El Descamisado, medios de Montoneros, dijo que para entonces no cabía duda de su compromiso con la izquierda peronista. “Como suele suceder cuando el arte se subordina a una bajada de línea, ésta es la parte más endeble de su producción”, agregó, y en seguida se preguntó si fue el amor por la aventura lo que decidió a Oesterheld por la militancia que eligió. “Pienso en el Che. Y en su muerte en Bolivia. Lo sé: desde acá, desde hoy, resulta fácil juzgar. Pero antes que juzgar prefiero seguir haciéndome preguntas. ¿Cómo fue que Oesterheld, un lector sagaz, agudísimo, no leyó el aventurerismo político de la militarista cúpula montonera? La pregunta consterna.”
“Mientras escribo estas reflexiones sobre él –prosiguió– me doy cuenta de que, con sus redundancias y ripios, este texto, más que a un homenaje, aspira a una autobiografía intelectual. La mía, sí, pero también, en buena medida, de mi generación. Esa categoría, con su practicidad teórica, me resultó siempre sospechosa. Oesterheld pertenece a la misma generación que Borges y Sabato, pero eso no los iguala”, señaló. “No aplaudió los sucesivos genocidios practicados por los militares, no festejó a Videla ni almorzó con él. En todo caso, quiero precisarlo, cuando digo mi generación quiero decir aquellos que éramos jóvenes y no tanto y que en los años ’70 pretendíamos cambiar la sociedad, hacerla más justa. Si había una coincidencia general, ésa era la construcción del socialismo. Si había una discusión era el cómo. Y se centraba en la viabilidad de la lucha armada. Se dirá que éramos intolerantes. No lo negaré. Pero, ¿qué significaba ser democrático cuando uno se educaba bajo el autoritarismo y las botas?”
Sobre el final, Saccomanno dialogó con Saavedra y contestó algunas preguntas del público. En esas instancias señaló que Carlos Trillo es en la actualidad el guionista argentino más valioso y de imaginación más fértil, y que la reconfiguración que hizo Oesterheld con sus historietas, al ambientarlas en escenarios familiares y al construir héroes que no eran indestructibles, fue vital dentro de la historia del género. “Yo nunca estuve de acuerdo con la lucha armada, pero hubo una época de fascinación por los fierros”, dijo al final Saccomanno. “Insisto con que hubo una sociedad que no tuvo una continuidad democrática y se formó bajo las botas, lo que generó ese espíritu de rebeldía. Y no es una autocrítica, porque no necesito hacerla respecto a, por ejemplo, Onganía. Tampoco quiero caer en la teoría de los dos demonios, porque es tramposa. Lo interesante de los grandes escritores, como Oesterheld, es que los interrogantes que plantearon en su momento se prolongan a través del tiempo. Yo creo que éste es el hallazgo de su obra.”

Página 12, 14 de Septiembre de 2006