Samizdat


ENSAYO
NARRAR LA VIOLENCIA
DE EL ETERNAUTA A OPERACIÓN MASACRE

Por Pablo Alabarces


«El héroe mayor de la aventura argentina es un sobreviviente; el narrador que ha escrito las mayores aventuras de ese héroe y de otros tantos es un desaparecido.» Juan Gelman

Nunca es malo recordar los itinerarios y las deudas intelectuales.

La idea original para este trabajo surgió en una charla con Víctor Pesce, mientras revisábamos puntos comunes en nuestra pasión por la obra de Rodolfo Walsh. Allí Víctor comentaba acerca de varias posibilidades de trabajo que surgían en la investigación sobre Walsh: y una de ellas era la concordancia cronológica que existía entre las obras de Walsh y Oesterheld, entre Operación Masacre y El Eternauta, en especial, dos obras mayores en la historia de la literatura argentina, y con particular énfasis en el contexto de la narrativa que se produce entre la caída de los gobiernos peronistas: en 1955 y en 1976. Ambas se sumerjen en la violencia, y en el espacio de la ciudad, me recordaba Víctor. Habría que trabajarlo, respondía yo.
La siguiente escala se dio hace un par de semanas: Juan Etchegoyen, uno de los organizadores de este encuentro, me acercaba la propuesta de preparar un trabajo. «Hay mucho interés en Oesterheld», me sugería, quizá pensando en sus gustos particulares antes que en los colectivos. «Tengo el tema», le contesté: «Walsh y Oesterheld. ¿Te parece?» Le pareció. Lo que me permitió también a mí pensar en mis gustos particulares.
Lo que sigue será entonces más un ejercicio de repensar pasiones. A las que no renuncio. Es indudable que imponerse la obligación de volver a El Eternauta es un trabajo para nada reñido con el placer. Aunque rever la narrativa de esos años acerque, en demasiadas ocasiones, muchos dolores para nada cerrados. Por eso la cita de Gelman que abre la exposición; es imposible olvidar que estos dos narradores están desaparecidos, que sólo es posible releerlos. Como a Haroldo Conti.

1.
Mientras revisaba todo lo que podía sobre Oesterheld, encontré un número del diario Página/12 de hace dos años donde una serie de textos recordaban la figura de nuestro autor. Tamaña sorpresa fue hallar, entre ellos, una nota de Miguel Briante donde surgía, como leit motiv, la comparación de Oesterheld con Walsh (siempre es descorazonante darse cuenta, en medio de un trabajo, que uno jamás podrá ser original). Sin embargo, las relaciones que Briante señalaba eran muy particulares. Las enumero:
a.- La casa de Juan Salvo, el Eternauta, estaba en Vicente López. La casa de donde son llevados los fusilados de José León Suárez estaba en Florida, a poca distancia.
b.- La pertenencia humilde de algunos personajes centrales de El Eternauta, fundamentalemente Franco, el tornero, transformado en héroe en el devenir de la trama. Los personajes de Walsh, personas reales con carne, hueso y número de documento, son en su gran mayoría de extracción media-baja y baja.
c.- El personaje de Mosca, periodista que participa en las batallas contra la invasión de los Ellos, prefigura al periodista-Walsh que pasa a la acción para poder dar testimonio, para poder respaldar su palabra.
d.- La reivindicación del héroe grupal que Oesterheld desarrolla en textos posteriores es similar a la que Walsh hace en gran parte de su obra. En sus últimos textos, en su etapa de clandestinidad antes de ser secuestrado, Walsh defiende frente a la cúpula montonera la necesidad del repliegue para salvar a la gente de la nueva operación masacre que se entreveía. Esta es la línea más productiva de las señaladas.
La ligazón que Briante señalaba permite ser más estrechamente anudada. Hay una comunidad más fuerte entre dos textos tan cruciales como Operación Masacre y El Eternauta que la mera acumulación de indicios coincidentes. Más aún: entre ambas figuras, entre ambas trayectorias, entre ambas obras.

2.
Sospecho que la razón crucial para poder relacionar a Oesterheld con Walsh pasa por una cuestión genérica. De género. De género narrativo. Ambos son narradores, poderosos narradores. Figuras descollantes en este metièr de enganchar lectores hasta la última página.
Pero debo entender narrador en un sentido más amplio que lo genérico. En un sentido de modo: el modo narrativo frente al modo argumentativo. Si me pego a la preceptiva literaria, ambos practican formas distintas de la producción discursiva: Walsh oscila entre el cuento clásico y el reportaje periodístico (el gran reportaje en la tradición que los norteamericanos inventan en la década del ’50), entre el relato policial y la crónica de non-fiction; Oesterheld se dedica a guionar historietas, y algunos de sus guiones los noveliza para entrar en un circuito literario (aunque excéntrico, como discutiremos más adelante).
Debo despegarme de la división del trabajo literario para entender que ambos practican, en última instancia, el mismo tipo de operación discursiva: narrar, relatar experiencias reales o ficticias, como forma fuerte de los procesos de asignación social de sentido. Como dice Hayden White:
«La narrativa bien puede ser considerada como una solución al problema de cómo traducir lo sabido a lo contable, al problema de modelar la experiencia humana en una forma asimilable a estructuras de significado que son generalmente humanas más que específicamente culturales.
La narrativa es un metacódigo, un universal humano sobre cuya base pueden transmitirse mensajes transculturales acerca de la naturaleza de una realidad compartida». (White, 1981)
Esto es: narrar se constituye en una operación privilegiada entre los procesos por los cuales una sociedad se explica, para sí y para su memoria, su pasado, su presente, e incluso su futuro. La operación narrativa puede, en consecuencia, articularse, actualizarse en formas distintas, en género discursivos (en términos de Bajtín) distintos: desde el chiste hasta la novela, desde el cuento popular hasta la investigación periodística, desde el romancero hasta la ciencia-ficción. Pero siempre la trama básica es idéntica: la actitud narrativa. En esta mirada, poca diferencia hace el encontrarse con una historieta o con una investigación por entregas, con la ficción especulativa o con la realidad más dura.
De allí provienen un renuncio y una lectura. El renuncio: no miro a El Eternauta como historieta, como discurso con autonomía y especificidad semiológica, como lenguaje. Largos y productivos son los análisis que en la Argentina han hecho de la historieta un género rastrillado, adecuadamente descrito (pienso en Massotta, Steimberg et alter). La lectura: salteo la propiedad de los discursos y pienso su funcionamiento cultural. La línea que en magníficos trabajos ha desarrollado Juan Sasturain: la historieta tiene una especificidad semiológica, pero también una puesta en relación dentro de las formaciones culturales contemporáneas. Y en particular en la Argentina. Prefiero leer entonces la producción historietística de Oesterheld y los textos de Walsh como nudos centrales en un conjunto discursivo que, desde el ’55 hasta el ’76, se interroga repetida e insistentemente por su contexto, su pasado y su proyecto.
¿Nudos centrales? Sí, más allá de los reiteradamente invocados gustos personales. No apelo a justificaciones inmanentes, tales como la discutible calidad de la escritura de nuestros autores. Es más perentoria aún, como justificativo de mi apelación, la presencia de El Eternauta y de Operación Masacre en el imaginario de la mayoría de los lectores, no necesariamente especializados, de la Argentina contemporánea.

3.
¿Qué narran los textos? Narran la violencia, los héroes comunes que surgen en las circunstancias excepcionales, el espacio cotidiano de la ciudad ocupado por las fuerzas del Mal, por ellos. Narran la aparición en escena de una Argentina que es definitivamente distinta.
Las diferencias que se pueden señalar son referenciales. Y de nuevo entra lo genérico. Walsh cuenta hechos que son reales, que reclaman leerse como reales, pero que permiten leerse como ficticios: el lugar del periodismo. Oesterheld instaura el espacio de la ciencia-ficción, de lo prospectivo: al situar la acción en 1963, cuatro años después de su momento de enunciación, categoriza la trama como ficticia; pero en la sucesión de detalles que remiten a un espacio y una cultura reconocibles, cotidianos, nos abre la ilusión de lo referencial. Cruces que entrelazan campos no tan separables.

(Intermezzo) La ciencia ficción de Oesterheld se caracteriza por la falta de ciencia. Sólo se encuadra en la categoría genérica por su actitud prospectiva, especulativa: imagina lo que va a pasar, el futuro; recorre, además, el tópico de la invasión que Wells, Herbert George o Welles, Orson habían transitado. Pero la mirada hacia el futuro admite otro encuadre; la profecía. En 1957 Oesterheld adelanta el terror que la violencia del poderoso impondría con efectiva realidad en 1976. Walsh también asume esa mirada: podemos perfectamente leer en su Operación Masacre el ejercicio de las futuras masacres. No soy para nada original en este planteo: Rogelio García Lupo apunta en 1984 que para el lector pos-dictadura, los fusilamientos de 1956 son apenas treinta y seis muertos.

Esa relación con lo cotidiano, la situación excepcional que surge de las prácticas más usuales (recuerdo: la nevada que inaugura la invasión en El Eternauta se produce en medio de una partida de truco; la aparición de la policía en Operación Masacre se da durante la audición colectiva de una pelea de Lausse) es uno de los contactos más fructíferos. Los personajes de ambos textos remiten a seres conocidos, conocibles; como señalaba antes, los personajes de Walsh son personas no ficticias; pero los de Oesterheld, puramente imaginarios, no son ilusorios. Además voluntaria o fortuitamente, los seres de Oesterheld recorren todo el espinel sociológico: el pequeño industrial Salvo, el jubilado Polsky, el intelectual Favalli, el empleado Lucas, el obrero Franco, el periodista Mosca, el joven Pablo. Todos ellos permiten el reconocimiento y la identificación inmediata: cualquiera es uno de nosotros.
Cualquiera es un héroe. Sasturain señala que una de las grandes innovaciones de Oesterheld es esta creación de héroes no excepcionales, a partir de hombres comunes, ante las circunstancias excepcionales.
«De la ‘situación Robinsoniana’ inicial a la ‘situación de combate’ que surge de la invasión, hay un cambio cualitativo que Oesterheld va descubriendo junto con sus personajes al acompañarlos coherente, amorosamente. Allí se le revelan en toda su grandeza, en toda su humanidad. Algo que le pasó a Walsh y a Cortázar en Operación Masacre y Los Premios». (Juan Sasturain, 1985)
Frente al Mal que inunda violentamente la ciudad, Oesterheld descubre al héroe colectivo, forjado en la solidaridad, donde la necesidad de sobrevivir crea hombres excepcionales. En Walsh, el Mal que derrama la violencia exige refugiarse en los otros, los privados de palabra y de sentido; allí encuentra las posibilidades de escritura que en lo policial al estilo inglés de sus primeros textos ya no podía hallar. En otro lugar desarrollé la idea de que Operación Masacre abre un campo inmenso para los textos walshianos, el que lo llevará a las alturas de «Esa mujer» o «Cartas». Ese campo es tanto el de la pluralidad de discursos (de lo periodístico a lo narrativo clásico) como el del descubrimiento de los sectores populares como hacedores de la historia.
Hay otra pauta común: el tratamiento de las criaturas, la relación de nuestros autores con la vida de sus personas/personajes. Sasturain decía: «amorosamente». Podemos precisar: tanto Walsh como Oesterheld leen sus anécdotas desde la tradición del humanismo. En Oesterheld esa matriz es fácilmente reconocible: la amistad como marca fundamental en todos sus grupos (y no pienso sólo en El Eternauta, también en Sargento Kirk, en Ticonderoga), el amor por la familia (Salvo, Elena, Martita). En Walsh, apenas es preciso revisar sus prólogos a las repetidas ediciones de Operación Masacre, especialmente los de las primeras, antes que su proceso radical de politización encubra las motivaciones iniciales: el reclamo walshiano es por la justicia, porque es intolerable para el género humano que el poder fusile a quince inocentes. O a quince culpables, porque quitar la vida siempre es intolerable. Frente al poder, frente al eterno problema del poder, ambos escritores esgrimen una tradición de los valores de la vida. Porque el poder (sea el Mal, los Ellos, la dictadura) acarrea la muerte, que siempre es inútil.

4.
Hay otro eje que quiero señalar en esta lectura, en relación con lo que antes señalaba respecto del funcionamiento cultural de los textos. Es la común pertenencia de ambos autores al aparato productivo de la industria cultural.
Rodolfo Walsh comienza su trabajo intelectual desde una posición absolutamente integrada al funcionamiento de la industria cultural argentina: corrector de pruebas y luego traductor, fundamentalmente de novelas policiales, para editorial Hachette, más tarde notero de Leoplán, periodista de actualidad para Panorama. No es el intelectual clásico, universitario, solamente escritor o praticante de géneros de prestigio. Aun cuando, avanzados los ’60, sea reconocido como escritor en el sentido convencional del término (autor de libros, único objetivo legible en nuestra cultura tan marcada por la escritura y la escuela) se le seguirá reclamando el género burgués, prestigioso o definitivo por excelencia: la novela. Ni Borges se salvará de ese preconcepto, aunque la obra de Borges, ensayo, poesía, cuento, se encarrile más cómodamente por los andariveles de la cultura culta.
El caso de Oesterheld es similar, o peor: su producción es enteramente historietística, pautada y reglada por los cánones de los géneros masivos. Lo señalaba más arriba: cuando novelice sus guiones (la serie del Sargento Kirk, por ejemplo), apenas conseguirá ingresar a un circuito igualmente excéntrico, el de las novelitas de kiosco.
Pero vuelvo a Sasturain:
«Oesterheld encarna, con justeza, a ese intelectual que encara sin prejuicio ni seudónimo la creación seriada y pautada por las reglas y convenciones de los medios y géneros populares –la marginalidad es un término ambiguo, implica la relación tangencial respecto de un centro reconocido...- y encuentra allí una identidad y una comunicación genuina.» (Sasturain, 1985)
Es decir: trabajar en la industria cultural no significa, en ambos casos, las limitaciones de pautas y convenciones. Porque por un lado ambos, Walsh y Oesterheld, explotan esas mismas limitaciones, las tensionan con materiales nuevos, exploran los límites de lo decible. Desde el periodismo se puede forjar una denuncia poderosa; desde la historieta se pueden reformular las estructuras míticas de la aventura, el héroe y el malvado americano hasta llegar a su inversión de sentido.
Y por otro, la industria cultural abre a otro público, que tanto puede ser lector como protagonista de sus aventuras. Dice Oesterheld:
«La historieta es un género mayor. Hay que ver con qué criterio definimos lo mayor y lo menor. Para mí, género mayor es el que tiene una audiencia mayor. Y yo tengo una audiencia mucho mayor que Borges, lejos.» (en Saccomano y Trillo, 1989)
Un apoyo: Walsh y Oesterheld, cada uno, son protagonistas de experiencias innovadoras en el campo de los proyectos editoriales argentinos. Oesterheld funda editorial Frontera en 1957, alternativizando los grandes pulpos editoriales argentinos y a los syndicates americanos. Walsh, por su parte, en 1959 es co-fundador de Prensa Latina, la primera agencia noticiosa orientada a reorientar el flujo informativo latinoamericano: ser productores de nuestra propia información. Y en 1968 dirigirá el semanario de la Confederación General del Trabajo de los Argentinos, para proponer desde allí otra lectura de la realidad que la de la gran prensa argentina.
Ambos, en suma, no excluyen a la industria cultural, no la apocaliptizan: proponen, desde su interior, las formas de establecer «otra comunicación, más genuina» con un público que debe seguir siendo masivo.

5.
Dije más arriba que las trayectorias de Rodolfo Walsh y Héctor Germán Oesterheld también son comparables. En términos puntuales, sabida es la historia de ambos: integran la organización Montoneros en los años ’70, son desaparecidos en 1977 con poco tiempo de diferencia.
Pero la similitud más rastreable no pasa por las militancias políticas (que entrega la agregada coincidencia de un común pasado antiperonista). Pasa por su producción textual. Es legible en los textos de Walsh y Oesterheld una progresiva politización, en consenso con la que se produce en toda la sociedad argentina en los ’60, lo que se ha llamado la «radicalización y nacionalización» de las capas medias. En particular en Oesterheld, es sugestiva la comparación de las ediciones de El Eternauta, la original de 1957 y la nueva versión que dibuja Alberto Breccia en 1969 para la revista gente, acortada y abortada por decisión de la editorial. Si la historieta gana en calidad (del sencillo e inocente dibujo de Solano López al poderoso trazo de Breccia), también gana en explicitación. La pregunta que conmueve a Salvo y a Favalli en 1957 («¿qué harán los países desarrollados para salvarnos?») se transforma en desilusión concreta en 1969: nada, porque nos han vendido, nos han traicionado, porque los amigos son en realidad imperios, dominadores, que entregan a los pueblos subdesarrollados a cambio de su bienestar y seguridad. Frente a ello, la respuesta colectiva adquiere otro sentido más: no sólo el amor por las criaturas, la amistad y la solidadridad, sino también la respuesta política frente al poderoso, la revolución. Esa progresiva radicalización de Oesterhled/Eternauta lo llevará, en la continuación de 1976-1977, a justificar la muerte de los amigos y familiares (¡Elena y Martita!) en pos de la salvación colectiva. Y es la parte que menos me gusta de Oesterheld.
En Walsh se puede leer algo similar. La cita de Elliot que abría Operación Masacre de 1957 y 1964 («una lluvia de sangre ha bañado mi rostro... ») da lugar a la confesión del comisario Rodríguez Moreno, que conduce al pelotón de fusilamiento; la falta de referencias a los otros fusilados, el general Valle y sus sublevados, para remarcar la arbitrariedad de los hechos en las primeras ediciones, cede ante un capítulo que justifica la ejecución de Aramburu desde la edición de 1972: y la saga de los irlandeses, las entrañables historias del internado, culminan en la paliza que el celador Gielty le propina al tío Malcolm, el salvador, mientras el narrador dice:
«... y mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo, y después que las figuras se perdieron en los límites del parque, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcolm del otro lado de la cerca, donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.» (Walsh, 1981, p.482-483)
El héroe individual ha sido vencido, sólo es posible el héroe colectivo, o la formación especial. Para ambos: además de narrar, además de contribuir a explicar y dar sentido, es preciso pasar a la acción. Para Walsh, eso significará el silencio: desde 1967 no publica nunca más relatos. Desde 1971, tampoco firma notas. Hasta la Carta a la Junta Militar, en 1977.

6.
Cierro. Creo haber mostrado, sin agotarlos, los ejes que nos permiten pensar en la profunda relación legible entre los textos de Rodolfo J. Walsh y Héctor Germán Oesterheld. No en la pretensión de la comparación por la comparación misma, sino en la idea de un clima similar, una atmósfera común; en la idea de un país que pide ser narrado y al que dos de sus grandes intelectuales transforman en texto, en experiencia compartible en la lectura.
Pero prefiero retomar el comienzo y recordar la última inscripción de ambos, la inscripción no textual sino abrumadoramente corporal, la inscripción, paradójica, de su desaparición. Recuerdo: ambos fueron desaparecidos, muy presumiblemente muertos por la dictadura. No son grandes por eso, sino antes de eso. La desaparición de Walsh y Oesterheld no es el gesto que los sacraliza, es apenas el gesto que los silencia, para dejarnos una vez más tan solos.
Y prefiero imaginar, saber, ya que hemos recordado su militancia partidaria, que no desaparecen como mártires de una organización que los ha traicionado, sino como narradores, explicadores, cuenteros. Dadores de sentido, en una tierra que no tiene más remedio que extrañarlos.

Bibliografía
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